El
dolor y el deseo son un par de caballos
que
te miran de pie,
en la
cocina.
Cuarenta
y ocho horas
y lo
dejan todo perdido.
Estiércol.
Paja.
Orina.
Les
dices que se vayan
y no se mueven.
Con
una brizna de hierba
en la
boca,
te
observan sin parpadear.
Cabalgan
mientras duermes,
dormitan
todo el día.
Contemplan
el cielo, abstraídos,
haya
o no haya luna.
Aprendí
que a
los caballos y a los perros
hay
que darles todas las vueltas posibles
sin
que toquen el suelo
y
marearlos,
y
agotarlos.
Afortunadamente,
el
dolor y el deseo
se
llevan bien.
A
veces los confundo, virginales y oscuros.
A
veces, si no los miro,
desaparecen.
Otros caballos que encontramos y acompañan por caminos eléctricos:
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